Por Rocío Trillo
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9 de julio de 2021
Alguien me dijo una vez que normalmente no consigue encontrar tiempo cada día para meditar, ni siquiera 15 minutos, excepto aquellos días de máximo estrés, agobio y to do lists interminables. Es precisamente ahí cuando indudablemente y sin excusas “saca de donde no hay” al menos 30 minutos para parar, respirar, observar con objetividad, aquietar las aguas del río de sus pensamientos y descender a las profundidades de su mundo interior para resurgir con visión y energía renovadas. Para mí fue un comentario realmente impactante que me dio que pensar y me llevó a reflexionar acerca del porqué la mayoría de nosotros, a pesar de estar plenamente convencidos de lo que nos conviene, esperamos a estar al borde del abismo para echar mano de los primeros auxilios y maniobras de reanimación, en lugar de tomarnos nuestro tiempo para avituallarnos debidamente de cara a emprender o continuar en condiciones óptimas este maravilloso viaje que es la vida. Lo que más me sorprendió fue que se refiriese a la práctica meditativa, que requiere de una dedicación constante y continuada, y que más allá de proporcionar un efecto relajante a corto plazo (y no en todos los casos) necesita un tiempo nada desdeñable para desplegar su dilatada lista de beneficios permitiéndonos sentir el milagro en nuestras propias carnes. Se trata de un proceso, una carrera de fondo donde no hay una meta, no hay objetivo y, sin embargo, a lo largo de su recorrido cosechamos paradójicamente y sin haberlo pretendido los mejores logros de nuestra vida.